Cine

La langosta (2015): Odiar el amor

Tomás Manzo
Escrito por Tomás Manzo

¿Puede existir alguna virtud por fuera de una misma película? Que todo su esqueleto se reduzca a la nada cuando encontremos un elemento exógeno y que se vertebre hacia otro sistema más apreciable. Suele suceder con las películas que postulan tanto la estética del desprecio y terminan alejándose del propio cine. Allí entonces hay ciertos rasgos que iluminan lugares en los cuales se excede a la obra.

«La langosta» de Yorgos Lanthimos es el ejemplo más pertinente de esta idea. Se trata de una de esas obras que generan en el espectador encono por su obviedad e inocuo estético, y lo movilizan por la mecánica estrambótica del relato. Siempre articulando todo a través de un gran nivel misantrópico ejecutado por el realizador (que más adelante tuvo la suerte de tener un estrellato de autor, consagrándose hace pocos meses con ¨La favorita¨).

Esto no quiere decir que no pueda haber genialidad en la crueldad. Hay directores que manejan terrenos gélidos, como Buñuel y Cronemberg, en los cuales plantean mundos secos que conmueven por su irreverencia. Por su parte, Lanthimos ejerce la mirada sobre el cine con todo el cinismo posible hacia el propio cine (semejante a Haneke en la impostura de la tesis y a Von Trier en cuanto a lo pretencioso).

Sin embargo, el griego se diferencia de los «crueles» por ser un perfeccionista del plano que aboga por la contundencia más que por su entidad. En ese sentido, el regodeo por el estilo que se percibe en La Langosta (un mundo en donde los vínculos van en caída libre) condiciona a la superficie como medio alegórico en todo momento. Su construcción no posibilita una fuga simbólica para el espectador: el famoso distanciamiento de Brecht es entendido como un tratamiento clínico.

Todo conduce a que el planteamiento teórico sobre el amor tenga un peso cercano a la negación del cine. Sus múltiples referencias mitológicas, y el dibujo elemental de personajes funcionales a posturas filosóficas, en lugar de sustancias de ficción, constituyen climas de perfecta relegación de lo bello.

Los puentes cínicos que se trazan fecundan un odio constante con todo el espacio: odiar el hotel, odiar el bosque, odiar a David, odiar a las parejas, odiar el amor, odiar el cine. Por eso los momentos que condesan el estilo de La langosta son esos dos bailes impostados que producen un desinterés por la experiencia de dialogar con las formas. Primero, en la fuerza coactiva que impone parejas en la posada, y después en una danza electrónica en soledad. Esos movimientos prefabricados desnudan la constante ilusión de destreza. El vacío de esos bailes son la melodía apócrifa de una película que se agota constantemente.

Sin embargo, las virtudes aparecen en el deseo de viaje no representado y la posterior mutilación de los ojos de David. Él y su prometida pierden la vista, por lo tanto, ya no hay nadie que nos narre la historia.

El resultado lógico es que el momento más bello de una película con una fotografía implacable, de perfección simétrica y encuadres sobresalientes, sea una imagen no visible, ciega como la visión de los protagonistas (oxímoron psicológico que estriba en señalar correctamente objetos que una persona no puede ver).

El amor en la langosta

La ambición de querer escapar a Serifos, isla griega conocida como la «Isla Erótica», es una postal posible solo en el fuera de campo. En ese lugar en donde hay un elemento de esperanza, fracaso, dolor y placer se constituye una verdad humana alejada de la ínfula deshumanizada del realizador. Sus intenciones quedan reducidas en la anécdota cuando esta fantasía aparece en la neurosis de los personajes.

Ahora la isla no solo pasa a refugiar a David y su pareja, sino también al vacío de la obra: lo que no vemos cobra más sentido que todo lo que vimos anteriormente, certeza similar al de estos enamorados «anticapitalistas» que viajaran con el suelo inseguro bajo sus pies.

Estos ensayos académicos bien filmados en definitiva son bailes ridículos que pecan de solemnes, pero que explotan su ¨movimiento interno¨ cuando ya no hay nada que contar y es genuino el odio al amor.

Leé también la crítica de Lautaro Olivera sobre la Langosta en el siguiente enlace.

Por Tomás Manzo

Acerca del autor

Tomás Manzo

Tomás Manzo

Estudiante de Artes Audiovisuales en Escuela de Cine Eliseo Subiela. Escribió en sitios como Revista Oz y La Butaca Web.