Crítica Series

Donald Glover nos robó los prejuicios – Atlanta: Temporada 2 (2018)

Donald Glover es el tipo de creativo que no tolera ser observado. Solo hace falta notar la genuina timidez con la que se resigna a realizar las mandatorias entrevistas que los códigos publicitarios le exigen, para darse cuenta que su talento no es algo que él necesite estar vendiendo al público en nombre de la fama. Desde sus comienzos como guionista del 30 Rock de Tina Fey a los 23 años, la inquietud de Donald por no quedarse quieto hizo que cada una de sus incursiones en la actuación, la dirección o la música sean sinónimo de un éxito casi involuntario por lo fácil que le resulta reinventarse.

Sin embargo, ni el furor tempranero con su grupo cómico Derrick Comedy, ni su sensacional irrupción pública como Troy en ese experimento delirante llamado Community, ni su meteórica carrera musical bajo el nombre de Childish Gambino – ganando todo tipo de premios y hasta rompiendo literalmente youtube con su último video This is América – hacen que su currículum sea lo suficientemente extenso para no seguir sumando más logros a su envidiable trayectoria.

Es así, que cualquiera está condenado a perder en la comparación sí parece que no existiera nada que Donald Glover no sepa hacer y que, encima, no lo haga de una forma magistral que denote su mirada ácida sobre la industria cultural norteamericana.

A partir de esa veta contestataria, combinada con su ingenio para la sátira y el humor absurdo, es que nació Atlanta (2016-): un ensayo incisivo sobre la traumática existencia de la comunidad negra en los Estados Unidos, que llega a cubrir desde la complejidad de las relaciones humanas, hasta el inevitable conformismo del modelo meritocrático. Nada más sincero y cruel que la simpleza de lo cotidiano.

En Atlanta, la cruzada de Earn –un Donald Glover alterno que nunca pudo triunfar– intentando estar a la altura de su potencial como manager de su primo Alfred (Brian Tyree Henry), un rapero en crecimiento dentro de un ambiente tan frívolo y traicionero como es el de la música, va a la par de la crisis de identidad de su ex novia Van (Zazie Beetz), quien todavía tiene problemas para hallarse en su rol de mujer y de madre, y la apatía de su amigo Darius (Lakeith Stanfield), el más despreocupado de los cuatro y el que se la pasa la mayor parte del tiempo abstraído de la realidad, filosofando sobre trivialidades. Ninguno de ellos sabe bien a dónde se dirige su vida, y es la misma serie la que de a poco nos va llevando al mismo descubrimiento.

Con esta premisa, la primera temporada fue un punto de partida brillante para establecer un estilo propio que pudiera dar pie al desarrollo de estos personajes. Varios de esos primeros episodios se convirtieron en perfectas historias independientes que incluso ahora, con una continuidad a cuestas, pueden verse como cortometrajes alternados de un mismo relato.

Pero ni el rotundo reconocimiento de la crítica y el público, ni la gran cantidad de premios acumulados desde su estreno en 2016, podían insinuar el nivel de excelencia de esta segunda parte. Algo que no se podría haber dado, sino fuera por el hecho de que todos los engranajes del equipo (actores, directores, guionistas, musicalizadores, fotógrafos, montajistas, y un largo etcétera) son partícipes de una misma visión creativa, capaz de redefinir los estándares de lo que debería ser y tratar una serie de TV.

El arte del robo

En una plena declaración de intenciones, esta segunda temporada tiene la particularidad de llevar como subtítulo “Robbin’ Season” (temporada de robos), refiriéndose inicialmente a la época de fin de año en donde los hechos de inseguridad son mayores, debido a la cercanía de las fiestas.

Ya en el primer episodio se muestra una lograda secuencia en donde un grupo de ladrones intenta robar una cadena de locales de pollo frito, para luego terminar en un tiroteo digno de una película de acción, con giros de cámara, heridos múltiples y un caos que a los ojos de Earn y Darius llega a ser casi normal. Sin embargo, con el pasar de los capítulos, queda claro que la Robbin’ Season se refiere a algo mucho más metafórico que el simple aumento de hechos delictivos.

Desde el principio es que esta temporada alude a las muchas formas distintas que existen de ser robado: La posibilidad de perder no solamente dinero, sino también la dignidad, el optimismo, la inocencia, y hasta el respeto por uno mismo. Cada uno de los protagonistas corre con sus propios dilemas emocionales, comenzando con Alfred – alias «Paper Boi» en el mundo rapero – como el personaje más ultrajado del elenco (a veces más que el mismo Earn) y a la vez más hermético con tal de no mostrar debilidad en la ley de selva de la industria musical. La interpretación medida de Brian Tyree Henry es en gran parte la razón por la que Alfred sigue resultando un torbellino indescifrable de emociones, con un nivel de expresividad que llega a irradiar miedo, dolor o desilusión, incluso cuando se encuentra mirando al vacío por la ventanilla de un auto.

En el transcurso de la temporada, Alfred es asaltado a punta de pistola por su dealer de confianza (“Sportin’ Waves”, 2×02), luego por sus fans – representantes del mismo entorno hostil en el que creció – (“Woods”, 2×08), y hasta su peluquero se convierte en un ladrón de su tiempo (“Barbershop”, 2×05), llevándolo por todo tipo de eventos desafortunados sin siquiera tener la cortesía de cortarle el pelo. Es así que por más que Al se esfuerce en imponer respeto como músico, o simplemente como persona, la misma realidad se encarga de demostrarle que a nadie le importa lo que él tenga para decir, y que su imagen como rapero es sólo un producto efímero que no vale nada en el barrio.

Ciertamente Alfred no es la única víctima en el universo de Atlanta, y es por eso que el concepto de robo se traduce también en la manera en que el personaje de Van pierde la expectativa de desarrollar una relación seria con Earn que, al margen de sus idas y vueltas, le significa un padre ausente a su hija Lottie. Asimismo, el robo es algo que sucede por cuenta propia. Earn es capaz de auto-boicotearse y desperdiciar el apoyo de su familia y amigos, con tal de mantener su orgullo intacto; Como a su vez, la pérdida de la dignidad es otro punto en común que aparece en el trato prejuicioso que reciben Earn y Van en distintos negocios, ante la sospecha de que un negro solvente es el equivalente a dinero robado o falso (“Money Bag Shawty”, 2×03). Hasta el robo de una infancia feliz aparece como el eje central de “Teddy Perkins” (2×06), uno de los mejores episodios de la serie hasta ahora – y hasta se podría decir que de la TV estadounidense en general – situando a Darius como el héroe involuntario de una historia sobre padres negligentes y sus hijos perturbados.

De todas formas, Atlanta es capaz de jugar con la idea del robo de maneras mucho más positivas, quitándonos las nociones preconcebidas de lo que una serie sobre la comunidad afroamericana debería ser. La marginalidad del rap y las clases trabajadoras como un contexto que se presta al humor y el drama por igual, retratadas en guiones minimalistas donde el silencio o la musicalización cobran mucha más trascendencia que los mismos diálogos. Y todo esto, con una sutileza más cercana al ámbito indie, que sin embargo logra hacer pie en el ámbito masivo y popular.

De la misma forma, la serie innova en la manera en que se acostumbra a formar “grupos protagónicos” en la ficción, con integrantes dispuestos únicamente a cumplir un determinado rol en la trama. Es inevitable que los hilos de una historia se comiencen a ver sino existen personajes con realidades y motivaciones completamente dispares. Sin embargo, en Atlanta estos roles nunca terminan de ser del todo obvios, y es por eso que Glover y Hiro Murai (director y colaborador de la mayoría de los episodios) hacen de Atlanta un mundo vivo, que fluye de una forma mucho más orgánica e impredecible que las clásicas narrativas de tres actos. Los personajes se encuentran en permanente evolución, incluso cuando la trama no avanza, y esto funciona en pantalla, al igual que funciona en la vida real.

Atlanta es principalmente una serie basada en reacciones, y para conocer a estos personajes sólo hace falta verlos reaccionar frente a su entorno, antes que escucharlos hablar con diálogos sobre-explicativos. El foco no siempre está puesto en lo que dicen, sino en la forma que se miran, en lo que visiblemente los ofende o los hace sentir incómodos.

Un gran ejemplo de esto es Juneteenth (1×09), en donde Earn conoce a un intelectual blanco de clase alta tan obsesionado por la lucha de la comunidad negra que se cree capaz de hablar desde el lugar del oprimido. Es entendible que lo hace desde sus buenas intenciones, pero resulta inevitablemente irritante para Earn, y todo esto se muestra desde sus expresiones. Para el público es evidente su desagrado, ya que piensa que esta persona no tiene autoridad para hablar de la problemática racial siendo blanco, sin embargo, no es necesario escucharlo hablar para saber en qué está pensando. Al final del episodio, cuando Earn estalla exponiendo todas las razones por las considera que este hombre es un pedante, para nosotros no es ninguna sorpresa.

Contar mucho mostrando poco

Si la primera temporada transcurría mayormente con Earn, Van, Alfred y Darius sorteando problemáticas cotidianas en conjunto, esta segunda parte mantiene a sus protagonistas más bien separados, teniendo que lidiar con sus propios dilemas a la manera de solos extendidos. Varios de estos capítulos solitarios están enfocados en un solo personaje, brindando la posibilidad a personajes como Van, Alfred o Darius, de realizar su propia introspección en solitario. Mientras que otros hacen hincapié en un dúo, tal como el viaje de Earn y Van a un festival alemán en “Helen” (2×04), que termina poniendo en juego su relación y de paso profundiza la identidad racial al mejor estilo Get Out de Jordan Peele.

La única excepción a esto es el noveno episodio, “North of the Border”, que sitúa a Earn, Alfred, Darius y Tracy (el cuarto amigo en discordia que vive momentáneamente en la casa de Alfred) en una travesía llena de incidentes y malos entendidos, que concluye con la caída libre emocional de Earn, rodeado de un grupo de estudiantes desnudos bailando hip hop y con la bandera confederada de fondo. Pero aún así, la impronta de esta temporada es mucho más lenta y reflexiva que lo que solía ser la primera.

 

“Alligator Man” (2×01) marca desde el principio este tenor introspectivo detallando la relación entre Earn y su tío, un hombre anclado en la mediocridad por sus malas decisiones y que funciona como un espejo de los errores personales y profesionales que se acarrean en la historia familiar de su sobrino. En ese intercambio es que Earn llega a decir: “Tengo miedo de convertirme en vos. En alguien que todos sabían que era inteligente, pero termino siendo un maldito sabelotodo que dejó que le pasaran cosas malas”. Y esa catarsis es la advertencia que lo acompaña por el resto de la temporada.

Por otro lado, el ya mencionado “Woods” es otro ejemplo de como la serie pone a sus personajes al límite con tal de hacerlos evolucionar, y en este caso es Alfred el que realiza un viaje surrealista a raíz de perderse en un bosque. El simbolismo de este encuentro lleva muchas lecturas – más allá de lo desesperante de la situación –, y cada una de ellas (desde las reminiscencias de su madre fallecida hasta el encuentro con un linyera aparentemente desquiciado) muestran la parábola depresiva del personaje a la hora de comprender y aceptar su fama.

Invariablemente cada capítulo de Atlanta posee una cuota de narrativa abstracta que toma parte del absurdo para crear situaciones que fácilmente se den a la libre interpretación. Y no solamente para crear un manifiesto crítico sobre la discriminación o la falta de oportunidades, sino también para hacer aún más delgada la línea entre lo real y lo irreal. Tal como sucede en “Woods” y la epifanía alucinógena de Al para escapar su propio bosque, varios son los episodios que se valen de estos momentos, en esencia increíbles, para representar los miedos y culpas de los protagonistas.

La black-comedy generacional

Hacia el final de la temporada, todos los episodios conducen al momento cúlmine en donde Earn logra superar el trauma del fracaso familiar y se deshace de un revolver que le dio su tío. Ese mismo que desaprovechó su potencial por las malas decisiones, ese por el que juró nunca parecerse. Y sin embargo allí estaba, con el arma todavía en su mochila a punto de subir al avión que lo llevaría a realizar el esperado tour europeo de Paper Boi, y poniendo en juego su relación personal y profesional con su primo por un simple descuido.

En un rápido movimiento Earn termina plantando la pistola en el bolso del representante de otro rapero del equipo, y así, huyendo de la responsabilidad de sus acciones, es que termina librándose sin querer de la competencia musical de Alfred en la gira. Pero más importante aún, es la decisión de no cometer los mismos errores que condenaron a su tío.

No es casual que unas horas antes Darius reflexionara sobre como los negros no pueden permitirse el lujo de fracasar en la sociedad. Algo en Earn tuvo cambiar para que su inconsciente no lo traicionara y lo llevara a fracasar otra vez.

Alfred se da cuenta de todo esto, y ya más tranquilo rumbo al primer escalón internacional de su carrera musical, es que por primera vez deja de lado su hermetismo y se sincera. “Los negros harán lo que sea para sobrevivir, porque no tienen alternativa. Y nosotros tampoco”, sentencia la versión adulta del adolescente que alguna vez ocasionó el suicidio de un compañero de escuela (FUBU, 2×10). En la ley de la selva no hay lugar para los débiles.

Después de esta conclusión, es difícil no realizarse algunas preguntas; ¿Es inevitable justificar los medios en nombre de los fines, siendo negro? ¿Cuáles son los límites del éxito y el fracaso en la vida de Earn y Alfred? Ninguna de estas preguntas tiene una sola respuesta.

Con este tipo de planteos y encrucijadas morales, Atlanta definitivamente se convierte en algo mucho más profundo que una comedia generacional, llega a ser la serie sobre todo y sobre nada por excelencia, la Seinfeld negra del siglo XXI. Los tiempos cambian, pero ambas retratan extraordinariamente una época. De la misma manera que Jerry, George, Elaine y Kramer resumían perfectamente la superficialidad primer-mundista del neoyorkino blanco de los 90’, Earn, Alfred, Van y Darius son los máximos exponentes del joven-adulto (y negro) que no llega a fin de mes, y que por primera vez alza la voz para hablar del racismo encubierto y manifiesto de la sociedad estadounidense.

Antes de partir al aeropuerto con la mente puesta en la gira, Hiro Murai y los hermanos Glover (Stephen como guionista) nos regalan una última escena con los tres pibes reunidos alrededor del sillón del patio de Alfred. Todavía faltaba la gran prueba de fuego de Earn, pero pocos momentos resultan tan reconfortantes como verlos nuevamente compartiendo algunas risas (de las pocas de la temporada) y un último porro juntos, concluyendo oficialmente la Robbin’ Season no sin antes romper todas nuestras expectativas.

Por Nicolás Feldmann Cambours

Acerca del autor

Nicolás Feldmann Cambours

Nicolás Feldmann Cambours

Es locutor nacional recibido en COSAL y periodista de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Creyente de Los Expedientes X y ferviente seguidor de Martin Scorsese y Terry Gilliam.